Andaba por calles perdidas, pasajes ajenos; entre gente extraña, entre salvajes bípedos. Miraba el cielo y me enfrentaba ante una gigante sábana amarilla y unos cuerpos celestes jugando a las escondidas. Mi mente refugiaba sólo al miedo y a un ser desconcertado.
No era un estado material.
Voy y no sé a dónde. Sólo voy. Camino porque las piedras me obligan a hacerlo. Me sumergo por el pavimento y nado entre el asfalto, que me pinta el cuerpo con líneas calientes negras. Viajo entre alcantarillas y tuberías, entre serpientes y cadenas. No puedo dejar de alimentarme de las raíces que asoman desde el techo.
Desde el cielo amarillo comienzan a bajar reyes muertos, Fátima, maniquíes y los cuerpos celestes. Salgo a la superficie por una alcantarilla, y todos están mirándome en silencio. Los militares me toman y me dicen que mire a los ojos de Fátima. Ella se acerca me acaricia y me mira perdidamente y dice: "Toma esta pastilla".
Despierto, sudado, y miro hacia todos lados, y estoy solo en el desierto. No sé en cuál desierto de arena negra. La sábana amarilla del cielo desapareció, y ahora no hay nada. Nada. El cielo es transparente. Escucho una dulce voz omnisciente que me dice al oído: "Ahora somos uno". Tratando de entender el mensaje, me miro y soy invadido por serpientes ciegas que se pasean por mis piernas y brazos.
Estoy tirado cerca de la carretera. Intento safarme y caminar, pero no puedo. Y aparece de una carreta la Vírgen, que va a por mí, me toma entre sus brazos y me sube a su carroza. Nos vamos al cielo y haremos el amor.
domingo, 27 de junio de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario